Recuerdos de una casa y un tren
Observaba el cielo tumbada
en el patio, miraba como las bugambilias contrastaban con el azul, las nubes
amenazaban con lluvia y una brisa me regresó los recuerdos que creía olvidados.
Jugábamos en esa casa, alguien
contaba en el patio de los árboles de naranjas mientras las demás personas corríamos
para escondernos, debajo de las escaleras de caracol esas imponentes de piedra
blanca, otro corría a esconderse entre el limonero porque el higüero aún no florecía,
una a una se escuchaban como nos escondíamos y como nos encontraban, al más pequeño
entre los sillones de la sala, debajo de las sillas del comedor, quien se escondía
en ese armario que olía a semillas, un dos tres por ti y todos mis amigos y el
juego volvía a empezar.
Toda familia tiene sus
secretos, sus historias, la mía llegó con el ferrocarril, por eso cuando reinauguraron
el centro ferrocarrilero fuimos a ver el espectáculo, esa noche el recinto se iluminó
y hay noches que nos encuentra con las historias de como el, su padre, el tío, el
primo caminaban entre esos edificios.
Esa casa era imponente,
rodeada del jardín, por el frente los rosales y atrás el árbol de naranjas, los
limones, el higo que inundaba el otoño de pay y mermeladas. Asomarse al armario
de la cocina para ver que delicia escondía.
La familia llegó con el ferrocarril
la tía bisabuela se casó con un trabajador del riel y el riel la trajo aquí y poco
a poco toda la familia de integró, el bisabuelo se jubiló aún con la fuerza de
recorrer Chihuahua y se fue a vivir donde empezaba –o terminaba el riel- allá
fue a morir, allá lo fueron a enterar hace ya muchísimos años. La última generación
de empleados del ferrocarril trabajó en
la oficina acomodando las tarjetas para “checar”, pasando a mano los nombres de
quienes asistían a trabajar para pagar.
Cuando más grandes dejamos
los juegos y nos sentamos a su alrededor, la televisión y ella en ese gran sillón,
detrás las fotos de la familia a blanco y negro, de poses forzadas, de caras pálidas.
Igual de pálida lucia yo pero no podía hablar debía mantenerme callada y bien
sentada porque las palabras que salían de mi boca la mareaban.
No recuerdo la última vez
que entré a esa casa, aquella tarde no me fui a despedir, pasaron años para
darme el valor suficiente y para pasar frente a ella.
La familia llegó con el ferrocarril
y muchos de sus recuerdos se fueron con ellos en el último vagón.
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