Estampas de Cuba

“Que vivan los pueblos Americanos” frase pintada en el Malecón de la Habana

¿Cómo describes con palabras esa sensación de bajarte del avión y sentir el calor en tu piel, ese hueco en el estómago producto de la adrenalina, de la presión, pero de mucha emoción?

Por una u otra razón termine en la Habana, Cuba; era un viaje que había querido hacer desde hace muchos años y Fidel se adelantó a mi llegada. Creo que las palabras no alcanzan para contar todas las aventuras, experiencias y vivencias de ocho días, pero puedo decir una vez más que sin duda amo América Latina.

Llegué al aeropuerto poco antes de las 4 de la mañana (volaba a la Cdmx a  las 6am), con toda expectativa, mi UBER entró sin problema, eran japoneses y yo esperando abordar nuestros respectivos aviones, doce horas después de viaje, baje del avión y sentí ese calor que sofocaba mis mejillas, de solo sentirlo mi corazón ya latía en rumba.
Al descender el avión debíamos pasar por migración, aduana y muchas filas, todo era muy lento, en ese proceso me “agarro” la aduana y me toco interrogatorio, me preguntaron de todo (solo les falto que me preguntaran a qué hora iba por el pan), revisaron mis maletas, rayos x, un perro las olfateo y por fin me dejaron ir, entre todo y la casa de cambio, salí del aeropuerto tres horas después, cuando el sol ya había caído, recorrí en taxi las calles de la vieja habana.


Esa noche me encontré por primera vez con el #209 de la calle habana, conocí a la Señora Tere, mi casera, una señora ya grande de edad, con su vestido a flores, su cabello recogido en chongo negro como la noche y un pasillo por el que los turistas teníamos que subir las maletas para entrar a una casa de los años 60`s con sillones rojos y ventanas grandes.


En esa casa siempre olía a tabaco, me despertaba el ruido de los perros ladrando o de los señores en sus bicicletas preguntado si querían taxi, por las noches el el aire soplaba muy fuerte y golpeaba las ventanas, mientras las calles de la vieja habana escondían un silencio espectral, las principales se rodeaban de turistas queriendo entrar a los establecimientos de luces fluorescentes, de miles de idiomas que se hablaban al mismo tiempo, lejos de esas calles, otras guardaban silencio, la lata “rodaba” entre las piernas de los niños, las casas con sus puertas abiertas donde la familia se reunía en la entrada a platicar, a fumar un habano o tomar café, los jóvenes sentados en la banqueta “chuleando” a las turistas que pasaban como yo perdidas entre las calles y la magia de la habana.


Que sería la habana sin sus casas de colores, viejas, de grandes puertas y ventanas altas como sus techos, de los coches viejitos que buscaban pasaje y de todo el color que encontrabas en las calles.


Como mexicana y mujer me enseñaron a desconfiar de todos y todo, de tener miedo de los desconocidos y a creer que todos son malos, la Habana me enseñó que las buenas personas sí existen y que como turista muchas veces ignoro esos detalles por el temor a que algo me pueda pasar, imagen además mujer y sola. En la Habana, cerca del malecón, conocí a Francisco y a su hermano Jamel, bueno ellos me encontraron a mí, dos cubanos de Trinidad que estaban de turistas en la Habana, ellos me invitaron a ir a la Casa de los Obreros a comprar habanos, desde un principio tuve que haber dicho que no, pero el espíritu aventurero me hizo seguirlos, siempre dos pasos atrás de ellos y lista para correr, pero se dieron cuenta de mi andar inseguro y me preguntaron si era mexicana, que estuviera tranquila, que en Cuba no hay violencia como en México.
También conocí a Panchito, un taxista de un coche verde de esos encantadores y viejos, me paso su número de celular, por si algún día me encontraba perdida o sin poder regresar, le marcara y el iría por mí, le sorprendió mucho que viajara sola. Y otro taxista que tenía 4 niños (le deje todas las paletas de caramelo que me sobraban), que no sabía inglés y que le ayude a traducir lo que decía otra chica con la que compartí taxi y me preguntó sobre las tortillas, ¿qué es una tortilla?.


En Varadero mis labios sabían a sal, mi piel tomo el color de la canela y jamás pude peinar mi cabello, el agua era tan transparente que podías caminar unos 5 metros o más y seguías viendo tus pies y recolectar conchas de mar en la arena blanca era un juego de niños, una playa tranquila donde la única música eran las olas.
Las noches eran increíbles, después del atardecer todos los inquilinos nos reunimos y platicamos, de todo y de nada, de la vida, viajes, placeres, comida, salud, educación y de la inseguridad en nuestros países.
Conocí a Sol una venezolana que vive en Argentina y a Niko argentino, una pareja encantadora que iba viajando por Cuba, uno para el otro, ella hablaba como diríamos en México hasta por los codos y él la escuchaba (también hablaba no crean que era mudo), pero era un complemento perfecto, una pareja de esas que hacen equipo. Increíbles chicos que espero recibir algún día en México y llevarlos por unas quesadillas con queso.
Niurka o como pedía que la llamáramos Niurki, mi casera en Varadero, abogada que no ejercía porque era más rentable tener su casa para turistas, todos los días o al menos algunos, tenía que recorrer en “guagua” 5 kilómetros para ir a ver a su madre o 3 kilómetros para comprar verduras y fruta. Y cocina delicioso.
Dana y Dani, una pareja de cubanos muy amigos de Niurki que llegaban en la noche a platicar y que se incluían en nuestras pláticas, amaban Cuba y siempre hablaban con orgullo de su país aunque también con cierta crítica a algunos servicios que no eran óptimos.


Y finalmente Lisadro Marín, un español que el día que lo conocí estaba en su última semana de seis meses de viaje por Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y finalmente Cuba, esa inspiración y pasión por viajar fue contagiosa.


Conocí, caminé, y me perdí por sus calles, entre a cuánto edificio pude, comí en las ventanitas y batallé para encontrar agua (pero ron y cerveza Presidente siempre había), tomé café en pequeñas tazas, mojitos, daiquiri y un habano, churros, cucurucho de cacahuate, muchos helados copelia, camine por sus plazas, me asombré en la Plaza Revolución, bailé en el callejón de Hamel, el malecón, los cocotaxis.

Finalmente, la vida es una candela.

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